Manuel Riva | LA GACETA

“Después de haber conquistado el imperio de los mares, el hombre se adjudicó ya el dominio del aire. Los globos sondas se elevan a 40 kilómetros; los aeroplanos evolucionan ya a 3.000 o 4.000 metros de altura. Y dada esa incesante aspiración hacia lo infinito, ¿por qué nos extrañamos de que la ciencia trate de realizar el ensueño de Cyrano, de Julio Verne, de Wells buscando a través de sus enrevesadas fórmulas algebraicas el medio de establecer la locomoción interplanetaria?”. De esta manera nuestro cronista encaraba, allá por septiembre de 1913, el camino hacia las estrellas o por lo menos una ilusión sobre su posibilidad. Lejos estábamos de los viajes espaciales tripulados que recién se iniciaron en la década de 1960. Pero la imaginación humana y de los autores de ciencia ficción volaban en aquella dirección. Nuestro diario no podía dejar de pasar la posibilidad y quizás con una intención divulgadora de la ciencia presentaba una nota bajo el título “Vulgarizaciones científicas. Mirando a la Luna”. Ese objeto celeste más cercano a nuestro planeta fue siempre mirado como la primera base de aquellos posibles viajes estelares. La ciencia ficción no escatimó ideas a su alrededor y la Luna siempre fue el primer peldaño de aquella escalera hacia el universo. La crónica continuaba: “el turismo interplanetario, aplicado por ahora al más próximo de nuestros vecinos del sistema solar, a la pálida Selene, es posible científicamente, desde el punto de vista teórico al menos. El motor existe, y ya es algo disponer del medio de propulsión en el vacío, donde no podíamos contar hasta el presente con más vehículo que el tan incómodo vagón imaginado por un novelista de rica fantasía: el proyectil gigantesco lanzado al espacio, con sus estrambóticos pasajeros, por un cañón monstruo”. Esta última parte es una descripción del famoso film “De la tierra a la Luna”, del cineasta galo Georges Méliés, estrenado en 1902 y basada en la novela homónima que Julio Verne publicó hacia 1865.

LA LUNA DE MÉLIÉS. El cineasta francés llevó a la pantalla grande en 1902 la reconocida novela de Julio Verne “De la tierra a la Luna” de 1865.

El motor

La continuidad de la crónica se encamina directamente hacia los posibles impulsores con que llevar la nave hacia las estrellas. “Poseemos el motor, puesto que se tiene a mano el principio en qué basarlo, sólo resta prepararse para la expedición sidérea. El carruaje, considerado como principio, no es nuevo. Lo conocían ya los chinos hace 2.500 años. Se trata del cohete, llamado también motor de reacción”. Como vemos la ilusión estaba a flor de piel y aunque había antecedentes, más ideales que reales, la carrera espacial tomó bríos tras la Segunda Guerra Mundial.

En la Edad Antigua, los astros eran considerados divinos. En 1609, Galileo Galilei observó la Luna con el recién inventado telescopio y descubrió que, lejos de ser una perfecta y mística esfera, estaba llena de cráteres, montañas y valles. Cuando Isaac Newton, en 1687, publicó su libro “Principios Matemáticos de la Filosofía Natural”, se explicó cómo funcionaba la fuerza de la gravedad, y por primera vez en la historia demostraba que el secreto para escapar de la Tierra era la velocidad. Es por esta razón que Verne, en su novela propuso utilizar un gigantesco cañón para lanzar una bala tripulada. En los albores del siglo XX, un maestro de escuela ruso, Konstantin Tsiolkovsky, comenzó a pensar la mejor manera de viajar hacia Selene. Hacia1903 propuso la construcción de cohetes de combustible líquido, de mayor eficiencia. Era la época en que surgían los primeros aviones y él estudiaba diversos aspectos hoy comunes en las naves espaciales. Decía: “La Tierra es la cuna de la Humanidad, pero no es posible vivir en una cuna para siempre”. En Estados Unidos, otro profesor de colegio, Robert Goddar, venía trabajando en el mismo tema y en 1926 tenía listo un pequeño modelo que funcionaba con gasolina y oxígeno líquido, y lo probó el 16 de marzo. Voló algunas decenas de metros: fue el primer cohete moderno de la historia. Para la década de 1930 ya hacía volar cohetes con instrumentos meteorológicos a varios kilómetros de altura: los primeros cohetes sonda.

El vasto cohete

Volviendo a la crónica de más de un siglo atrás. Allí se señalaba: “el cohete se eleva a consecuencia de la reacción que ejercen sobre su masa, al escaparse, los gases de la deflagración de la pólvora, sin que el medio exterior intervenga para nada en la marcha”. Y agregaba: “el motor interestelar habría de ser un cohete de vastas dimensiones”. Continuando con las explicaciones el cronista expresó: “no se crea que el consumo del agente de propulsión resultaría exageradamente grande, dada la distancia que nos separa de nuestro satélite. Porque una vez salvada la frontera, esto es, una vez que cesase de actuar sobre el cohete gigante la fuerza de atracción terrestre, ello marcharía por sí solo sin gasto de fuerza motriz”. Cabe destacar que todas esas explicaciones son conocidas en el presente y más aún las complicaciones del propio viaje en estado de ingravidez para los tripulantes. Cuando se publicó la nota apenas habían pasado dos años desde que los tucumanos vieron aparecer el primer avión en el cielo y que terminó aterrizando en el parque 9 de Julio.

El artículo pasaba a explicar que tras el cese de la atracción terrestre “los cuerpos encerrados en el interior del vehículo no tendrían ya peso. Y el viajero flotaría como una pompa de jabón en el interior de la campana de cristal. Con el viajero flotarían todos los objetos que lo acompañasen y si llegaba el caso de que al expedicionario le tomase la gana de beber y se aproximase el ‘thermos’ a los labios, su sed no se apagaría; porque el líquido, careciendo de peso, no tendría razón para pasar del frasco al vaso, de este a la boca y de la boca al estómago”.

Comunicar ciencia

Quizás este sea uno de los primeros artículos en el que nuestro diario realizaba comunicación en ciencia de esta naturaleza porque desde el principio las cuestiones agrarias, de cultivos y agropecuarias ocuparon importantes espacios en las ediciones. Recordadas son las colaboraciones que desde la Estación Experimental Obispo Colombres realizaba William Cross junto con el impulso que le quería imprimir a la alconafta. Pero los temas científicos no se agotaban en cuestiones de la tierra, también los primeros informes que se conocieron sobre la insulina, allá por 1923, fueron parte de nuestras páginas. Las crónicas de salud abarcaban temas variados y de interés para el público. Por 1920 nuestros cronistas se manifestaban ya a favor de una vivienda digna para los suburbios que redundaría en “grandes beneficios para la salud pública”.

Los primeros diarios en publicar curiosidades científicas fueron La Prensa, creada por José C. Paz, con su sección Variedades Científicas, y La Nación, fundada por Bartolomé Mitre, que publicaba Crónicas Científicas por parte del ingeniero español José Echegaray y más tarde, los descubrimientos de Tomás Alva Edison.

Otro hito en el tema es la primera filmación cinematográfica de una operación quirúrgica, y se realizó en nuestro país en 1899, a apenas cuatro años de que los hermanos Lumiére presentaron su invento. El autor fue el recordado médico argentino Alejandro Posadas y fue filmada en el hospital de Clínicas.

La falta de gravedad

El interés del viaje estelar pasó, en la continuidad del artículo, a considerar el problema de la falta de gravedad que podría ser conseguida mediante una aceleración constante pero que requeriría un consumo de energía muy elevado. Aquí se presentaba el primer inconveniente para iniciar el viaje. El combustible para el “corto” viaje hasta la Luna: “habría que almacenar energía bajo una forma 400 veces más condensada que la dinamita. Por el contrario, 25 kilos de radio bastarían para resolver el problema; tan colosal es la energía contenida en ese cuerpo. Ahora sí, que el desprendimiento de dicha energía no habría de ser cosa rápida: aproximadamente unos 3.500 años. Y hasta el presente, no se sabe cómo activar ese desprendimiento”. Como vemos, los inconvenientes aún eran muchos para llegar hasta el satélite, cosa que ocurrió décadas después cuando el Apolo XI depositó en la superficie lunar la nave Águila. El cierre del artículo señalaba que mientras no se encontrara una forma de proveer de esa cantidad de energía “la comunicación interplanetaria” quedará “para los soñadores contemplando melancólicamente al bello astro de la noche”.

Literatura

Esa misma Luna que invitó a Verne a imaginar aquel primer viaje. También influyó en el siglo XVII a Cyrano de Bergerac que en su obra “El otro mundo” relata varias formas de llegar a la Luna, gotas de rocío envasadas, cohetes, pájaros y extrañas máquinas. Cyrano había encontrado la solución el problema del combustible, algunas de ellas muy románticas como las gotas de rocío.

En 1901, Herbert George Wells en “Los primeros hombres sobre la Luna” relata el viaje de los dos protagonistas: el empobrecido empresario Mr. Bedford, y el brillante pero excéntrico científico Dr. Cavor, creador de una sustancia anti-gravitatoria (obtenida a base de Helio y metales fundidos) a la que bautiza como cavorita. Con ella recubren una rudimentaria nave espacial que, de este modo, asciende sin peso en dirección a la Luna; al llegar descubren que está poblada por una civilización extraterrestre, los “selenitas”.

Luna tucumana

La bella Selene muestra su mejor cara a la Tierra, siempre, por una cuestión astronómica. Pero el recordado Atahualpa Yupanqui la retrató con palabras inolvidables allá por 1949 en su famosa zamba “Luna tucumana”. “Yo salía a las cinco de la mañana, a las cuatro de la mañana, ensillaba mi caballo, mi mula y salía. Y recién me amanecía en el faldeo, a mitad del camino... ¡recién me amanecía! Vale decir que la luna me acompañó siempre, por eso digo en los versos: ‘Yo no le canto a la luna porque alumbra y nada más, le canto porque ella sabe de mi largo caminar’”, relataba don Ata antes de comenzar a entonar las estrofas de la zamba que se convirtió en el himno provincial por decisión de la Legislatura en 2004.